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A Jone Lajos
En un época de austeridad preguntarse para qué sirve un bibliotecario
tiene inevitablemente aires de amenaza. El mero hecho de plantear esa
pregunta parece el preámbulo de algún recorte. Pienso, por el contrario,
que la mejor defensa que puede hacerse del propio oficio, cuando la
aceleración de las cosas amenaza con volverle a uno completamente
inútil, consiste en descubrir qué puede hacerlo necesario en las nuevas
circunstancias.
Por lo demás, tratándose de un oficio tan antiguo, no tiene nada de
extraño que quienes trabajan como bibliotecarios y bibliotecarias se
vean asediados por una perplejidad paralela a las transformaciones que
han ido experimentando las propias bibliotecas: han sido sacerdotes,
soldados, funcionarios, almacenistas, virtuosos de las nuevas
tecnologías... Los bibliotecarios han tenido que ir reinventado su
oficio en múltiples ocasiones. El creador de la biblioteconomía como
ciencia moderna en el siglo XIX fue un trabajador reconvertido, Martin
Schrettinger, un ex monje benedictino que pasó del convento a la Bayerische Staatsbibliothek
(una biblioteca en las que, por cierto, tantas horas pasé siendo
estudiante). El problema al que tuvo que enfrentarse era algo más serio
que un cambio de hábitos y destino personal; se trataba de que el tamaño
de las bibliotecas las estaba convirtiendo en algo inútil. A él se debe
la invención del catálogo, la idea de que un libro debía poderse
encontrar en el menor tiempo posible lo que, en última instancia,
posibilitaba la transformación de un museo en una verdadera biblioteca.
Hace unos años Anne-Marie Chaintreau y Renée Lemaître estudiaron el
modo como las bibliotecas y sus profesionales eran reflejados en la
literatura y el cine modernos. Un repertorio estable de palabras,
imágenes, juicios, comparaciones parece surgir automáticamente en cuanto
se muestra una biblioteca o se pone en escena un bibliotecario, ciertos
rasgos elementales que funcionan como signos de identificación y
reconocimiento. Los novelistas tienen una cierta tendencia a exagerar
los defectos más que las cualidades en figuras como los médicos, los
juristas, los curas o los funcionarios. Los bibliotecarios no son una
excepción. Pues bien, la mayor parte de los relatos agudizan el
estereotipo que hace de las bibliotecas lugares aburridos y a sus
empleados personajes secundarios, con moño o calva (según el sexo), casi
siempre con gafas, solitarios y de simpatía más bien escasa. Los hay
expertos en clasificación que se transforman en obsesos del orden,
catalogadores que se hacen maníacos de la ficha, otros cuya memoria
prodigiosa les hace parecer locos cuando recitan de memoria lugares
complejos, hay quien es acusado de no hacer nada útil porque se limita a
leer... El justo medio no ha sido nunca ni pintoresco ni novelable y a
las exageraciones se les saca un mayor partido narrativo.
Los relatos que tienen lugar en las bibliotecas han experimentado una
cierta evolución: en muchos de ellos las bibliotecas dejan de ser
lugares oscuros y cerrados, destinados únicamente a la meditación, y se
convierten en lugares propicios a la aventura y la intriga. El amor y el
crimen penetran en las salas de lectura y perturban la atmósfera rancia
de la erudición; de lugares que remiten al pasado pasan a ser puntos de
partida de sueños extraordinarios y futuristas; los bibliotecarios
timoratos y pusilánimes terminan convirtiéndose en detectives... Pero no
deberíamos dejarnos engañar, porque si el cine los ha convertido en
escenarios de trepidantes acciones es porque habitualmente no lo son y
están destinados a todo lo contrario, a fomentar tan sólo la aventura de
la reflexión, que a la mayor parte de la humanidad le dice más bien
poco. El fenómeno literario de hacerlas lugares emocionantes no hace
otra cosa que subrayar su carácter habitualmente aburrido, como espacio
donde no se crea sino que se recoge la creación de otros, donde no pasa
nada ni se decide nada importante.
Pero el rasgo que más destacaría del actual oficio bibliotecario es
que sean capaces de sobrevivir en medio de una concentración tan grande
de estímulos que invitan a leer. Si cedieran a la tentación de leer, no
harían lo que deben hacer. Los usuarios de bibliotecas miramos a los
bibliotecarios como los golosos a los pasteleros, preguntándonos cómo
estos últimos pueden mantener esa indiferencia respecto de los dulces
para no sucumbir ante ellos. Si no les corresponde leer, menos aún están
obligados a opinar sobre la verdad o el error que los libros puedan
contener. Anatole France, que fue un gran escritor y un gran
bibliotecario, consideraba que el bibliotecario sólo puede mantenerse
cuerdo entre tantos libros que se contradicen si no piensa, si es capaz
de "vivre catalogalement”.
Esa indiferencia no ha sido siempre bien entendida y a veces puede
ser vista como si en el fondo de la profesión bibliotecaria hubiera una
cierta hostilidad, hacia los libros y hacia los lectores. Probablemente
este sea el origen del tópico que considera al bibliotecario como un ser
maniático que crea voluntariamente sistemas complejos para hacer
inaccesibles los volúmenes o para acreditar su poder sobre los lectores y
sobre los libros.
Cuando yo era estudiante circulaba entre nosotros el reproche de que
las bibliotecarias y los bibliotecarios estaban ahí para dificultar el
acceso a los libros y por eso resultaban casi siempre personas gruñonas.
En aquella maledicencia había un punto de verdad. Que facilitaban el
acceso era una evidencia, pero que nos lo impidieran ocasionalmente
parecía una rareza o un abuso de autoridad. Con el paso del tiempo he
ido comprendiendo que interponer esas dificultades para hacerse con un
libro formaba parte de la nobleza de su oficio; dificultaban el robo,
las pérdidas, el préstamo ilimitado o el maltrato de los libros, pero su
escasa generosidad también podía entenderse como una estrategia para
protegernos del exceso de libros. Hay una contradicción en el oficio
bibliotecario, un equilibrio inestable que siempre me ha parecido digno
de admiración: conseguir que los libros sean asequibles y protegerlos
del daño que pueden causarles sus lectores. Pero hay otra aparente
contradición que todavía resulta más extraña, seducidos como estamos por
la posibilidad de que el mundo se organice sin mediaciones: están al
servicio de la accesibilidad, pero para hacerla real tienen que reducir
su alcance. Cuando un bibliotecario o una bibliotecaria alejan o
esconden ciertos libros para que otros nos resulten más accesibles,
cuando seleccionan, destacan o recomiendan, formalmente están haciendo
algo muy parecido a lo que pretendieron los enemigos de los libros, pero
así consiguen lo contrario que aquellos fanáticos: protegen el libro de
los saquedores y nos protegen a nosotros de su excesiva cantidad.
Daniel Innerarity
El 24 de octubre se celebra el Día de la Biblioteca
Fuente: elpais
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